Las crónicas de guerra son un rubro establecido desde hace mucho tiempo en el mundo de la historieta. Mi generación, aquella que entró en la adolescencia durante la posguerra de los cincuenta, se nutrió de esos relatos –llámeselos cómics, fumetti, BD o lo que sea– inspirados en el catastrófico evento de la Segunda Guerra Mundial, y, en algunos casos, en la de Corea. Derrochaban imágenes de acción frenética, plagadas de onomatopeyas anglofónicas: ¡BANG!, ¡RAT-TAT-TAT!, ¡CRACK!, ¡KA-BOOM!, y otras varias.