Sherlock Holmes constituye una de las más populares creaciones de la literatura. Sin olvidar, por supuesto, al Dr. Watson, contracara y alter-ego del investigador. Sabemos que el éxito de estos personajes fue inmediato entre el público que seguía sus aventuras por episodios semanales, a tal punto que, en un momento, llegó a ser exasperante para su autor. Sir Arthur Conan Doyle anhelaba dedicar su tiempo a temas literarios que lo atraían más que su ya insoportable detective. A tanto llegó su aversión por su malhadado invento, que un día, para librarse de una buena vez de su personaje, catapulta a Holmes en los abismos de una catarata, en donde desaparece abrazado al Dr. Moriarty, su eterno enemigo. Recurso inútil, como sabemos. Doyle, como todo escritor, comprobó que las criaturas de ficción toman sus propios caminos, para despecho y sorpresa de quien las crea. Holmes, ante las indignadas y amenazantes protestas del público hubo de ser resucitado por la misma mano que lo había creado y lo había muerto y volvió, con renovados bríos, a las consabidas páginas del periódico.