En pugna con las explicaciones “biografistas” del romanticismo crítico local pero atento a las derivas del sujeto y a los reflujos de la escritura, Noé Jitrik renueva en 1959 la lectura de Horacio Quiroga y reabre su caso. Considerado hasta entonces un “genio menor adecuado a nuestro provincianismo literario”, epígono latinoamericano de Edgar Allan Poe y sus versiones francesas, Quiroga deviene, con la publicación de Los desterrados en 1926, pionero de una literatura de fronteras que abandona al fin los ropajes modernistas y pone en juego una nueva dialéctica entre experiencia, literatura y mundo.